28.2.08

El efecto boomerang

Aaron Sorkin, creador, productor y guionista de El Ala Oeste de la Casa Blanca, vuelve a escribir para la pantalla grande tras haberse distanciado de este medio (en el que debutó con Algunos Hombres Buenos) en 1995. Y lo hace de la mano de Mike Nichols, uno de los directores todoterreno que aún se mueven por el Hollywood actual desde que se convirtiera en todo un mito gracias a dos títulos ya clásicos: ¿Quién teme a Virginia Woolf? y El Graduado. La Guerra de Charlie Wilson es el resultado del trabajo realizado a medias entre dos apellidos tan prometedores como los de Nichols y Sorkin; un producto tras el que se amaga una curiosa pero muy irregular muestra de que la alta política no siempre se cuece desde el centro del huracán.


De hecho, La Guerra de Charlie Wilson es una especie de precuela de lo que fuera la citada El Ala Oeste de la Casa Blanca. Y no precisamente por sus personajes, sino por el ambiente político, de despachos y de largas caminatas por pasillos oficiales en los que éstos se desenvuelven y, ante todo, por el estilo chispeante de los diálogos empleados en la confección de la historia. Una historia que, por otra parte, está basada en un caso real ocurrido a principios de los años 80 y cuyos efectos culminaron con la retirada del ejército ruso de Afganistán y la posterior caída del Muro de Berlín. Una operación encubierta en la que tuvieron un protagonismo especial un congresista de Texas aficionado en exceso al whisky y a las mujeres, una influyente dama de la jet set tejana y un desastrado espía de la CIA de ascendencia griega.

El cinismo que desgrana la película en su primera parte se va desinflando, a marchas forzadas, a medida que el metraje se acerca a su final. No cae jamás en la temible y esperada moralina pero, a pesar de ello, suaviza ciertos temas escabrosos manteniéndose a cierta distancia de ellos. En definitiva, y por mucho que se hayan esforzado en vendérnosla como una de las mejores comedías en el ámbito del cine político, se queda en un simple producto de tintes satíricos y con algún que otro buen apunte destacable (aunque casi siempre demasiado aislado). La verdad es que, en cuanto a acidez, concepto y ritmo, cualquiera de los episodios televisivos de la magnífica serie ideada por el propio Sorkin le da mil vueltas a esta cinta.

Lo mejor de ella se encuentra en el minucioso dibujo que lleva a cabo de los tres personajes anteriormente citados y, ante todo, en las interpretaciones que de ellos hacen Tom Hanks, Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman. Ellos son, respectivamente, el congresista Charlie Wilson, la adinerada y sofisticada Joanne Herring y el particularísimo espía Gust Avrakotos, sin lugar a dudas, este último y a pesar de su corto papel, el más brillante de la función: un agente impulsivo, amante de intríngulis rocambolescos y dispuesto a todo por resarcir su mala imagen tras haberse enfrentado directamente con un superior. No hay que perderse, en este aspecto, el primer encuentro entre Wilson y Avrakrotos en la oficina del primero: una escena que, por su nervio y su divertida puesta en escena, se empareja con algunos de los momentos más refulgentes de las grandes comedias clásicas.

No le busquen tres pies al gato pues, en este caso, no los tiene. Una fábula política y un pequeño punto crítico (casi invisible, por no decir velado) que demuestra, claramente, que las maniobras políticas, “armamentistas” y de "entrenamiento" llevadas a cabo esos años acabaron revolviéndose, dos décadas más tarde, contra los propios Estados Unidos en forma de brutal atentado. Y es que, tal y como dicen los más viejos del lugar, "quien con niño se acuesta, cagao se levanta".

27.2.08

Un afeitado apurado

La adaptación a la pantalla grande del musical Sweeney Todd de Stephen Sondheim, ha supuesto el vehículo ideal para que Tim Burton vuelque, de nuevo, todo su universo gótico y visual consiguiendo, con ello, una de las joyas cinematográficas más compactas en lo que va de año. Una película redonda que, a excepción del Oscar a su magistral escenografía, ha sido bastante ignorada por los miembros de la Academia.

Un film oscuro, plagado de almas perdidas y vengativas que, al mismo tiempo, ha servido de lucimiento a un Johnny Depp en plena forma y sin ningún atisbo de exageración interpretativa en su papel. Él es ese Sweeney Tood del título, el nombre falso que utiliza su personaje para regresar a Londres tras varios años vagando por el mundo, añorando a la mujer y a la hija de las que fue separado por un juez pérfido y malsano. Lo único que desea es recuperar su viejo oficio de barbero y, con el apreciado juego de navajas de afeitar que aún atesora en su viejo local, saldar la cuenta pendiente con el magistrado.

La de Depp es una actuación sublime y llena de matices; la de un tipo amargado por culpa de una jugarreta diabólica. Ha perdido la capacidad de amar y, con ello, ha aumentado la de odiar. Su alianza con una solitaria pastelera provocará el nacimiento de una nueva sociedad comercial, en la que ambos se beneficiarán de los actos realizados por Sweeney en su tenebrosa barbería; esa barbería infernal situada en la calle Fleet, justo en el piso superior al del cochambroso negocio que mantiene su socia accidental, una mujer enamorada del recién llegado y que, en momento alguno, llega a sentirse deseada por éste. El desprecio de Todd por la humanidad no tiene límites.


Ella, la mujer especializada en cocinar "sabrosos" pasteles de carne, es la señorita Lovett, una exquisita Helena Bonham Carter capaz de no desentonar en absoluto al lado de un deslumbrante Johnny Depp. Hermanados por una estética y un maquillaje similar, forman la pareja ideal para llevar a cabo los ensueños de Sondheim y de Tim Burton. La fantástica composición musical del primero, aunada al microcosmos visual del segundo, ha obrado el milagro de la magia en el cine pues, Sweeney Todd, a pesar de esas cantidades ingentes de sangre que bañan la pantalla (y que ha molestado a cierto público sin razón alguna), es un film mágico que atrapa en su historia desde los primeros minutos de proyección. Ya sus títulos de crédito iniciales son, por sí mismos, toda una maravilla.

Tim Burton aúna los efectos digitales con los decorados de manera insuperable. Siendo fiel a la escenografía teatral y a la obra original (de la que, por cierto, ha eliminado algún número para aligerar metraje), huye de cualquier exceso teatral buscando, siempre y en todo momento, un aspecto más cinematográfico. Su tono sombrío y macabro conjuga, a la perfección, con las continuas gotas de humor negro que ha sabido impregnarle a la narración, mientras que, tratándose de un musical, ha pasado (inteligentemente) de coreografías ampulosas. Con las espléndidas melodías de Sondheim y las sorprendentes y atinadas voces de Depp y Bonham Carter ha tenido más que suficiente.

Pócimas venenosas, calderas ardiendo, sótanos dantescos, navajas afiladas, cuellos degollados, amores prohibidos, amores imposibles, sanatorios mentales, picadillos de carne humana y, ante todo, la fuerza de una cámara en continuo movimiento. Siempre el mejor ángulo, la mejor toma, para expresar el odio y la rabia de un ser enloquecido, y cuya cumbre narrativa se localiza en las dos escenas en las que el barbero y el juez se encuentran, cara a cara, en el interior del negocio del primero. Johnny Depp vs. Alan Rickman: un duelo interpretativo a ritmo de dueto musical. La bestia y la bestia en el mismo plano, en la misma escena y entonando la misma canción. Y resplandeciendo, entre ambos, el acero de la navaja en manos de Sweeney Todd.

Un musical distinto, sin referentes anteriores y que, como mucho, debido a su ambientación, puede recordar a los pasajes más tétricos de esa otra obra maestra que, dirigida por Carol Redd en 1968, llevaba por título Oliver!.

Hace ya unos cuantos años pude disfrutar de la versión orquestada en los escenarios de Barcelona por Mario Gas, y con Constantino Romero y Vicky Peña como protagonistas principales. Ahora, a pesar de la diferencia de medios, he vuelto a revivir las mismas sensaciones que tuve en el teatro. Y es que Sweeney Todd, cuando está adaptada con inteligencia y savoir faire, da mucho de sí.

Por favor: aquellos que nunca se hayan sentido atraídos por el género, no le hagan ascos a esta película y corran raudos a por su pertinente loción y masaje tras el afeitado. Puede suponer su reconciliación con el musical. Pocas veces el cine desprende tanta energía como en esta ocasión.

25.2.08

La nuit américaine

Curiosamente, la noche americana más cinematográfica del año tuvo color europeo. Los Coen, la ex stripper metida a guionista Diablo Cody y Brad Bird,fueron los máximos representantes de un país que se vio derrotado por un sinfín de premiados procedentes del Viejo Continente. No es país para yanquis.

Un español, una francesa y un par de ingleses, acapararon los cuatro galardones interpretativos. Javier Bardem, Marion Cotillard, Daniel Day-Lewis y Tilda Swinton. O lo que es lo mismo: un sádico criminal, una cantante enfermiza, un petrolero minimalista y una trepa sin escrúpulos.

Pero la conexión europea no terminaba aquí. La dirección artística y la música tuvieron nombre y apellidos italianos; el maquillaje, franceses y la mejor canción, irlandeses.

Lo mejor de la velada, sin lugar a dudas, fueron los embarques aéreos de un buen número de estatuillas hacia nuestros lares y, en general, la coherencia a la hora de otorgar los premios. Lástima que los galardones al histrión Day-Lewis y al guión de Diablo Cody por Juno rechinen bastante. Como muy bien apuntó en su día Joe E. Brown, "nadie es perfecto". La sabiduría de Billy Wilder no tenía límites.

Lo peor fue la ceremonia en sí misma (una de las más soporíferas de los últimos años, ¡qué ya es decir!) y, sobre todo, la cursilería que emanaban los tres números musicales con los que presentaron las canciones nominadas de Encantada.

Un servidor se muere de sueño. Es por ello que les dejo el link con la lista de los ganadores. Buenas noches. Mañana será otro día.

24.2.08

Oscarizados (ejercite su mente)

En espera del inicio de la ceremonia de entrega de los Oscar 2007, les propongo un pequeño juego. En la imagen siguiente verán a cinco personajes. Todos han sido premiados con el Oscar; algunos incluso en varias ocasiones... pero sólo uno de ellos no debería haberse infiltrado en dicho grupo.

Un Gallifante virtual para todos aquellos que adivinen cuál y porqué. La solución, mañana.

22.2.08

EN RESUMIDAS CUENTAS: 4 maneras de pillar mal rollo en el cine (o este mundo es una puta mierda)

Siempre se ha dicho que el cine es un reflejo de la sociedad. Cada época ha tenido su cine. Es evidente que, en los últimos tiempos, la gente que puebla este mundo está triste. La globalización, la corrupción a todos los niveles, las incontables guerras aisladas, la destrucción del ecosistema, la política del terror, la falta de poder adquisitivo, el mobbing laboral... Son demasiadas cuestiones acumuladas que agobian al ciudadano de a pié y que, por extensión, influyen de tal manera en su vida privada que hacen mucho más difícil soportar la tensión del día a día; la tan cacareada calidad de vida acaba por ser la principal víctima de tanto aturrullo. Y, con ello, las relaciones de pareja se resienten, la sempiterna crisis generacional se potencia y las enfermedades mentales y degenerativas aumentan. No es de extrañar que, ante un panorama como éste, un buen número de cineastas inquietos hayan decidido plasmar, de un modo u otro, el desengaño general que estamos sufriendo.

Sin ir más lejos, Sarah Polley, la actriz fetiche de Isabel Coixet, después de una larga experiencia como directora de cortos, ha debutado tras la cámara en el mundo del largometraje con un film muy triste y extremadamente realista. Se trata de Lejos de Ella, la historia de una pareja que, tras 50 años de matrimonio, ven peligrar su vida en común por culpa del Alzheimer.

Una imponente Julie Christie (que podría alzarse, el próximo domingo, con un merecido Oscar por su labor) da vida a Fiona Anderson, una mujer mayor que, ante los primeros síntomas de la enfermedad, pide conscientemente a su esposo ser internada en un centro psiquiátrico, para librarle del peso que supone atender a alguien que pierde la memoria a pasos agigantados. Una bella historia de amor, difícil de digerir por su veracidad y que, a pesar de su indiscutible emotividad, rehuye con inteligencia cualquier asomo de truculencia para robarle la lágrima fácil al espectador.

Añádanle al film las excelentes interpretaciones de Gordon Pinsent y de la todoterreno Olimpia Dukakis, la armonía acústica de la sensible banda sonora compuesta por Jonathan Goldsmith y la brillante concomitancia de su argumento con los paisajes naturales del Canadá, país en el que transcurre la película. Con todo ello, es más que suficiente para suponer que Sarah Polley, limando ciertas (pero nimias) irregularidades, promete mucho en un su recién estrenada carrera como realizadora.


Al otro que le ha dado por deprimirnos es al neoyorquino Julian Schnabel. En esta ocasión (y con mejores resultados que con Basquiat y la infumable Antes Que Anochezca), se instala en la costa francesa y, desde el Hospital Berck Maritime, orquesta una sensata y humana disección de las sensaciones vividas por un hombre que, tras haber sufrido una agresiva disfunción cerebro-vascular, ha quedado totalmente paralizado. Sólo a través de su párpado izquierdo podrá comunicarse con los demás. La Escafandra y la Mariposa es su título.

Basada en la novela homónima y autobiográfica del desaparecido Jean-Dominique Bauby (el que fuera editor jefe de la revista Elle), la cinta arranca justo en el momento en que éste despierta de un largo coma. El tratamiento de la visión subjetiva durante una buena parte de su metraje, colocando la cámara en el punto de vista del enfermo, aparte de resultar una aproximación excelente al hermético universo del personaje, ayuda al espectador a comprender mejor las negativas sensaciones experimentadas por un individuo que acaba de descubrir la mierda que significa pasar el resto de sus días en una silla de ruedas y sin ningún tipo de movilidad.

A pesar de lo escabroso del tema -y al igual que Polley en Lejos de Ella-, rehuye cualquier tentativa de caer en la sensiblería barata, afrontando su trabajo con una dignidad fuera de lo normal y rezumando, al mismo tiempo, una curiosa y atípica sensualidad. Los diálogos internos de su protagonista, la imagen que dibuja en su mente de sus seres más allegados y el suplicio de verse obligado a soportar, día tras día, el cinismo surrealista de ciertos comentarios realizados por parte del personal facultativo, son las principales bazas con las que juega Schnabel para plasmar la impotencia y el dolor de un hombre que, convertido involuntariamente en conejillo de indias, sólo desearía estar muerto.

La Escafandra y la Mariposa es un film brillante que, para romper la dureza de la situación expuesta, recurre en varias ocasiones al empleo del humor negro. Un humor a través del cual se adentra en una contundente y mordaz crítica dirigida, primordialmente, a los integrantes de una clase médica que, en general, se muestra más preocupada por su prestigio e imagen que por las verdaderas y terribles sensaciones psicológicas del enfermo al que está tratando.


Escalofriante también resulta el relato que, de un aborto clandestino en la Rumanía de los últimos días de la dictadura comunista, hace Cristian Mungiu en la muy interesante 4 Meses, 3 Semanas, Dos Días; una cinta tremendamente realista y extremadamente austera en cuanto a realización se refiere. Una sobriedad más que consciente y al servicio de un episodio que, por desgracia, se ha repetido (y se repite) en demasiadas ocasiones en todos aquellos países en los que estaba (y está) prohibida la práctica del aborto.

Dos amigas comparten habitación en una residencia estudiantil. Una de ellas está embarazada y dispuesta a deshacerse del feto; la otra será su apoyo moral y físico, aunque vivirá las consecuencias del acto de manera más cruel que la afectada. Un contacto furtivo con un médico. Una funesta habitación en un hotelucho de mala muerte. La ley de Murphy torcerá todo el planteamiento inicial. Y es que la vida, en ocasiones, es demasiado dura.

Una escena crucial desvela las claves de lo que le caerá encima al espectador. Las dos jóvenes y el médico elegido en la habitación del hotel. Se discuten precios, posibles problemas... La conversación sube de tono. No hay dinero suficiente y, en cambio, hay muchos inconvenientes. Hay que pactar ciertos detalles antes de entrar a fondo en la cuestión. Uno de los momentos más vibrantes y enfebrecidos del cine actual, en la que la figura del teórico facultativo, por su carácter agresivo, se asemeja a la de un asesino profesional. No quiere dejar huellas y solicita demasiados sacrificios a las chicas para llevar a cabo su trabajo.

Una maravilla de concreción. Un derechazo a los sentidos y a los sentimientos capaz de dejar fuera de combate a cualquiera. La angustia de un ser reflejada de manera minuciosa y con todo tipo de detalles. Una pesadilla real que resulta de visión obligatoria. Muchos antiabortistas deberían padecerla con el fin de evitar los fuertes daños psicológicos que tal práctica puede causar al ser realizada de modo clandestino.

Atención al trabajo de Vlad Ivanoc, el actor que encarna al médico cafre y, ante todo, al de Anamaria Marinca, la chica que interpreta a Otilia, la sufridora compañera de la joven dispuesta a abortar. Para sacarse el sombrero.


Sean Penn en Hacia Rutas Salvajes, su nuevo film como director, ha querido dejar igualmente su pequeño granito de mal rollo en las plateas. Pero, al contrario que los títulos anteriormente citados, a él no le ha salido tan bien, dejándose llevar en exceso por la vena del misticismo. De hecho, en él se narra el viaje autocontemplativo que realiza Christopher McCandless, un muchacho de 22 años que, tras graduarse en la Universidad, decide abandonar su hogar paterno con la intención de pasar dos años en soledad y en conjunción directa con la naturaleza. Una evasión tras la que se abriga un claro acto de protesta hacia unos padres a los que nunca entendió y a los que, con su fuga, castiga con el remordimiento y la añoranza.

La cinta está estructurada como si se tratara de una road-movie. En realidad, más que una road-movie seria más lógico catalogarla de chiruca-movie, pues el idealismo del tal Chris le lleva a recorrer a pata, y mediante la práctica del auto-stop, la mayor parte de su camino. Un itinerario que tiene planeado finalizar en los salvajes parajes de Alaska. En su trayecto se cruzará con varios personajes que influirán en sus decisiones y sus utópicos pensamientos.

Hacia Rutas Salvajes no empieza nada mal. A pesar de su lento ritmo narrativo y de la manera abusiva en la que Penn se recrea con la fotografía de centenares de paisajes naturales, no deja de tener cierto gancho. La contenida interpretación de un Emile Hirsch en alza, sus bien estructurados diálogos y el canto ecologista que desgrana su visionado, son los puntales más fuertes sobre los que descansa la propuesta. Una propuesta que se mantiene firme hasta que le pilla la neura religiosa. El Dios es Amor no tarda en hacer acto de presencia, desmontando, con su giro místico y su trasnochado hippysmo, todo cuanto había articulado hasta el momento.

Al menos y personalmente, tras aguantar estoicamente sus 140 minutos de proyección, saqué una conclusión filosófica e imprescindible para seguir subsistiendo durante el resto de mis días: Supertramp y el National Geographic forman un cuerpo único e indivisible. Los que la hayan visto, me entenderán a la perfección; los que no, tendrán que aprender a vivir sin conocer la respuesta a tal afirmación metafísica.

20.2.08

Ustedes lo han querido: DESAPARECIDO (MISSING)

Desaparecido (Missing), uno de los títulos más emblemáticos del griego Costa-Gavras, va mucho más allá de lo que significa el thriller político entendido como tal ya que, entre otras cuestiones, se adentra en un melodrama de connotaciones claramente familiares al partir de un claro punto referencial: el de las conflictivas relaciones establecidas entre un padre conservador y un hijo izquierdista y comprometido con las causas perdidas. Curiosamente, la imagen de este padre y su hijo, uno junto al otro, nunca aparece en pantalla pues, en realidad, será a través de su nuera que el primero acabe acercándose por vez primera a la figura del segundo ya que, a éste, se le dio por desaparecido durante los días posteriores al golpe de estado que tuvo lugar en Chile el 11 de setiembre de 1973.

La cinta arranca justo cuando la sangre ha empezado a correr por las calles de Santiago de Chile. El ejército ha tomado la ciudad. Las detenciones y las ejecuciones a sangre fría son el pan nuestro de cada día. En tal estado de excepción, un joven matrimonio norteamericano, instalado en la capital chilena unos cuantos años antes del golpe, se ven distanciados durante unas largas horas por cuestiones personales. A su regreso al domicilio, ella sabrá por el vecindario que Charlie, su marido, ha sido detenido por un numeroso grupo de hombres uniformados.


Missing es el retrato de una interminable búsqueda en la que sólo se obtendrá, por respuesta, el cinismo de la embajada norteamericana y de la Junta Militar chilena. Políticos y militares niegan su arresto, pero ninguno de ellos parece conocer su paradero. A Beth, la combativa esposa, se le unirá en su rastreo -aunque un tanto a regañadientes- Ed Horman, el padre de Charlie, quien, recién llegado de Nueva York, parece decantarse más por las surrealistas explicaciones del embajador y el cónsul de su país que por las posibilidades más negativas pero, al mismo tiempo, más realistas que esgrime su nuera. El enfrentamiento político, social y generacional no ha hecho más que empezar entre los dos familiares accidentales. Mientras, el Estadio Nacional de Santiago de Chile va llenándose de detenidos y de cadáveres.

Un film valiente y lleno de escenas estremecedoras, como aquella que muestra a centenares de cuerpos inertes, desnudos, torturados y amontonados, sin ton ni son, en la improvisada morgue del Estadio Nacional. Por otra parte, no sólo pone en la picota los modos y maneras de la Junta Militar chilena, ya que también se manifiesta acertadamente crítico con la política exterior del gobierno americano, encabezado, por aquellos años, por el denostado Richard Nixon. En ese aspecto, no se corta ni un ápice en denunciar la implicación de la CIA en la defenestración de Salvador Allende y, por lo tanto, en la inevitable subida al poder de Augusto Pinochet. Un golpe, que por todos los indicios, fue gestado y orquestado desde la costera población de Viña del Mar.

Uno de los mayores alicientes del film se localiza en el titánico duelo interpretativo mantenido entre Jack Lemmon y Sissy Spaceck. El mayor y la menor; el republicano y la comunista; el creyente y la atea... Un enfrentamiento suculento en el que ambos supieron estar al mismo nivel, sin destacar ninguno por encima del otro. Dos escuelas interpretativas distintas, encauzadas en un mismo fin y apoyando, en todo momento, el sobrio y conciso guión que, basado en un caso real, escribió el propio Costa-Gravras en compañía de Donald Stewart. Un libreto maravilloso que, en su día, logró hacerse con el Oscar al Mejor Guión Adaptado; premio que, por cierto, no subió a recoger el realizador al negarse a asistir a la fiesta de entrega. Y es que, posiblemente como castigo a la claridad con la que desmoronaba la estructura de la tan cacareada democracia norteamericana, Missing tan sólo obtuvo la citada nominación, olvidándose de reconocer los méritos de la película en sí misma, su dirección o las inmensas actuaciones de Lemmon y Spaceck. Los 80 acaban de empezar y, por aquel entonces, la Academia aún no esgrimía ese falso halo de progresismo por el que se ha decantado en las últimas ceremonias.

Una película necesaria que, con el paso de los años, además de conservarse igual de fresca que en su estreno, se ha transmutado en un documento histórico de excepción que ayuda a conocer, más de cerca, unos sucesos que jamás deberían repetirse. Política y humanismo a ritmo de thriller, pues no hay que olvidar el proceso ideológico que sufre el impotente personaje de Jack Lemmon al ir descubriendo, paso a paso, la dolorosa verdad de un sistema en el que confiaba ciegamente.

Costa-Gavras nunca ha sido un tipo que haya metido en sus películas pasajes cargados de segundas lecturas. Sin embargo, en Missing se encuentra la excepción que confirma la regla. Y lo hizo de manera brillante y majestuosa a través de una imagen imborrable, ya antológica y subrayada por la música de Vangelis: la de un caballo inmaculadamente blanco y desbocado que, en plena noche y por las calles de Santiago, huye de los disparos de un reducto de militares enfebrecidos. El asesinato de la libertad nunca había sido tan bien expresado en una gran pantalla.

Nunca me cansaré de repasar un título como éste. Y, a ser posible, disfrutando de su versión original subtitulada ya que, en este caso, es imprescindible el juego entre los dos idiomas (inglés y español).

18.2.08

Minimalismo petrolero


Pozos de Ambición, más que una gran película épica (tal y como la están vendiendo), es un claro y cansino ejercicio de minimalismo cinematográfico. Sus veinte primeros minutos, exentos de cualquier diálogo; la extraña banda sonora de Jonny Greenwood, compuesta a golpes de violines desafinados y de irritantes vibraciones, o la muy esperpéntica interpretación de un engreído Daniel Day-Lewis, son algunos de los puntos que demuestran el citado afán minimalista con el que Paul Thomas Anderson ha tratado su cinta.

A medio camino entre Gigante y Ciudadano Kane, Pozos de Ambición plasma el camino que deberá recorrer Daniel Plainview, un circunspecto buscador de petróleo, en su lucha por conseguir la posesión de unos terrenos cuyas tierras parecen plagadas del preciado oro negro. Haciendo alarde de su espíritu solitario y huraño, acudirá al lugar tan sólo en compañía de su hijo; un niño que, convertido en la sombra de su padre, intentará comprender y aprender de éste todo tipo de ardides para tirar adelante el negocio. Un juego en el que valen todo tipo de estrategias y en el cual, la mentira y la avaricia, adquieren un papel importante. Amor y odio. Religión y engaño. Falsedad y codicia. Crimen y castigo... Conceptos, todos ellos, que van apareciendo y confrontándose a medida que el personaje de Daniel Plainwiev va tornándose más irritante y abusivo.

Paul Thomas Anderson centra su mirada en la relación establecida entre ese padre ambicioso y su pequeño hijo y, al mismo tiempo, en el enfrentamiento que el primero mantiene con un joven y truculento predicador (un histriónico Paul Dano de cierto parecido físico con Messi); un cínico apóstol de la Iglesia de Pentecostés en Little Boston, la localidad en la que Plainview pretende hacerse millonaria a costa de la explotación de su petróleo. Un enfrentamiento moral y religioso que, por momentos, se me antoja tan surrealista como patético y que, al mismo tiempo, conlleva los pasajes interpretativos más pasados de rosca de la película. Un buen ejemplo de ello se localiza en una de las escenas cumbres del film, la cual transcurre en la bolera del domicilio del petrolero y en la que un Day-Lewis sin control alguno se desmelena a sus anchas, cayendo incluso en la más ridícula de las actuaciones. Ver para creer: un crítico de Fotogramas, del cual no pienso citar su nombre, asegura que la de Daniel Day-Lewis es la mejor interpretación de un actor en los últimos veinte años. Tela marinera. Con muchas afirmaciones similares, no es de extrañar que el Danielito se lo acabe creyendo y vaya por la vida de sobrao.

Sin lugar a dudas, éste es el trabajo más pretencioso (y al mismo tiempo fallido) de Paul Thomas Anderson, tanto por su hermetismo visual, argumental y escénico como por la nula definición otorgada a la mayoría de personajes secundarios que aparecen (y, sobre todo, desaparecen) a lo largo de su dilatado y exagerado metraje. Y digo exagerado ya que, debido a lo poco que cuenta, Pozos de Ambición acaba siendo un producto vacío, repetitivo y totalmente aburrido.

Casi siempre me ha resultado difícil entender la política de nominaciones al Oscar, aunque nunca hasta ahora me habían parecido tan ilógicas como las ocho que ha obtenido este film. Tutatis aumente las dioptrías a los miembros de la Academia.

Según cuenta el propio realizador, antes de emprender el rodaje y durante un año entero, cada noche le daba un vistazo a El Tesoro de Sierra Madre. Quizás hubiera necesitado tres o cuatro años más para hacerse a la idea de lo que significa el buen cine.


16.2.08

La pareja chiflada

Bud Abbott y Lou Costello, Jerry Lewis y Dean Martin, Jack Lemmon y Walter Matthau, Paul Newman y Robert Redford, Spencer Tracy y Katharine Hepburn... La historia del cine siempre ha estado plagada de parejas chifladas que, con sus actos, han llenado las salas de medio mundo de risas y lágrimas. Unas con mayor éxito que otras, pero todas, sin excepción, imprescindibles para ese engranaje que conforma el Séptimo Arte. El 2008 ha sido el año de una nueva pareja; un dúo, sin embargo, perecedero, de una única aparición debido a que ambos, en Ahora O Nunca -el último trabajo de Rob Reiner-, interpretan a un par de enfermos terminales con un límite de vida menor a un año. Ellos son Jack Nicholson y Morgan Freeman. O, si lo prefieren, Morgan Freeman y Jack Nicholson, pues el orden de los factores no altera el producto.

Ahora O Nunca es un film pequeño, sencillo y agradable. Un título del que, para disfrutarlo, es aconsejable no buscarle tres pies al gato. Está claro que, viendo sus resultados, Reiner no ha perseguido la consecución de un clásico imperecedero de la comedia ni nada parecido. Sencillamente ha juntado a dos monstruos de la escena y, tras convertirles en un par de enfermos de cáncer con nulas esperanzas de vida, los ha encerrado en la misma habitación de un hospital. Dos caracteres distintos y dos personajes procedentes de estratos sociales y raciales totalmente opuestos, aunque unidos por un mal idéntico. Lo que en breves palabras podría parecer un dramón de mucho cuidado es, en realidad, una comedia afable, dotada de cierto aire de fábula y con una fuerte carga de emotividad en su haber.

Lo mejor se encuentra en sus dos protagonistas, una extraña pareja que, a punto de traspasar la frontera y antes de iniciar el último viaje, deciden unir sus fuerzas y cumplir aquellos deseos que jamás llegaron a realizar en sus respectivas vidas; deseos que, por cierto, quedan reflejados en un amarillento papel a través de una larga lista confeccionada, mano a mano, por ambos; la misma lista a la que se hace referencia en su título original (The Bucket List) y a la que Morgan Freeman, recurriendo a la sabiduría de los viejos filósofos, ha bautizado como la lista del condenado.

A todos los niveles, su primera media hora -la cual transcurre entre las cuatro paredes de una habitación- resulta encantadora: desde las brillantes actuaciones de ambos hasta la genialidad divertida y fresca de sus diálogos, pasando también por la atractiva simplicidad de su puesta en escena. Después, Ahora O Nunca, al intentar desdramatizar demasiado la historia, pierde un poco ese puntito de ingeniosidad inicial para adentrarse en terrenos mucho más ligeros y, en el fondo, demasiado astracanados y artificiosos.

Los viajes alrededor del mundo, y algunas de las aventuras realizadas por el par de moribundos, resultan quizás lo más flojo (por no decir fallido) de la película. Lo que en un principio discurría por los cauces de la comedia más intimista y entrañable, da un vuelco hacia el desmadre excesivo y durante el cual, tanto Nicholson como Freeman, aprovechan para aparcar su sobriedad y dar rienda suelta a su reprimido histrionismo. Por suerte, no se trata más que de breves retazos (perdonables debido a su aspecto de cuento fantasioso) intercalados entre un montón de momentos en los que la ternura y el sentido del humor vuelven a cobrar una fuerza especial.

Un film afable y divertido; sencillo y efectivo que, pese a sus latentes e indiscutibles irregularidades, ofrece al espectador un regalo impagable: el de poder gozar con la labor conjunta de un par de tipos tan peculiares y gigantescos como son sus dos protagonistas principales. Una pareja chiflada pero de excepción.

14.2.08

Ajustándome

Ustedes perdonen, pero ayer me autopractiqué un format c: en toda mi persona (que no es moco de pavo). Por tal razón, no he podido actualizar el blog durante los dos últimos días. Espero que, en menos de 24 horas, me haya configurado totalmente... aunque se me resiste un archivo de sistema en el codo izquierdo.

12.2.08

La noche cae sobre Manhattan

Ya ha oscurecido en Manhattan. Una fiesta particular se desarrolla en un amplio apartamento de la ciudad. Una velada organizada por un grupo de jóvenes en honor de un amigo que, a la mañana siguiente, ha de partir hacia Japón para tomar posesión de su nuevo trabajo. Alguien, con la ayuda de una cámara de vídeo digital, filma todo cuanto ocurre en el guateque. Cierto mal rollo se respira en el ambiente. Alcohol, recelos, aturdimiento, música, saludos... Todo se detiene cuando un fuerte vaivén azota el edificio. Algo ocurre en la isla. A lo lejos, unas cuantas y violentas explosiones sacuden a la ciudad entera. La pesadilla tan sólo acaba de empezar. Por delante, queda una larga e interminable madrugada.

El fantasma del 11-S aparece de nuevo entre los neoyorquinos. En esta ocasión, el ataque parece distinto e indefinido. Algo inconcreto y aberrante ha provocado otra vez el caos y el pánico en la isla. Tal es la virulencia de la arremetida que la emblemática Estatua de la Libertad ve seccionada su cabeza de cuajo. Hay que huir como sea, pero nadie sabe dónde, cómo ni porqué. El cameraman aficionado se erigirá en testigo de excepción de los inexplicables envites.


J. J. Abrams, el creador de la exitosa serie Perdidos, está al frente de la producción de Monstruoso y, dirigiendo el cotarro, Matt Reeves, un realizador con una larga experiencia en el campo televisivo. Ambos se han juntado para narrar una alegoría terrorífica -y con un mucho de ciencia-ficción-, sobre el fatídico 11 de setiembre del 2001. Dante y Godzilla unidos para poner al descubierto la confusión y el miedo del ciudadano de a pié. Un ciudadano impotente que, por primera vez en la vieja tradición del cine protagonizado por monstruos gigantescos y devastadores, acapara todo el punto de vista del film. Un punto de vista que se mueve entre la incertidumbre, el horror y el miedo a lo desconocido; un aspecto éste que, en el fondo, se convierte en lo más acertado e inteligente del producto. Algo caótico sucede en las calles, pero nadie sabe definirlo con exactitud. Sólo se conoce que el ejército está en posesión de un dossier ultrasecreto bautizado como Cloverfield Files.

La cinta es deudora de la (ya cansina) moda de la filmación cámara en mano. Redacted y [REC] son sus dos antecedentes más cercanos en el tiempo pero, al contrario que en estos, Matt Reeves no controla su desmesura a la hora de agitar y mover el objetivo en busca de los avatares que sufren sus protagonistas. Está claro que se trata de un efecto consciente, por parte del director, creado con la intención de potenciar al máximo la sensación de confusión que experimentan los vecinos de la ciudad aunque, a buen seguro, con un poco más de suavidad en su manejo se habrían ahorrado centenares de biodraminas entre los mareados espectadores.

En otros aspectos se muestra totalmente inteligente e ingenioso, tal y como ocurre con la capacidad de crear atmósferas tensas y homenajear, al mismo tiempo, a grandes títulos del Séptimo Arte, como King Kong e, incluso, si mucho me apuran, El Coloso En Llamas. Y no sólo sale bien parado en sus guiños al propio cine, sino que, yendo aún más lejos, se atreve a recrear alguna que otra escena calcada, casi plano a plano, de las filmaciones que recogieron, vía televisión, la caída de las dos torres gemelas.

Un film capaz de ahorrar presupuesto gracias al plantel de actores de baratillo del que echa mano (total, lo que menos importa en un producto de esta guisa es el apartado interpretativo); original en su propuesta; brillante en sus vibrantes pasajes de alta tensión y, finalmente, hasta capaz de minorizar la molestia visual del histeriosmo bamboleante con que se ha rodado, aunque para ello se haya ayudado de un ritmo trepidante y de la efectiva aplicación de sus numerosos efectos digitales. Le cuesta entrar en materia (sus primeros veinte minutos son repetitivos e innecesarios), pero cuando arranca no hay quién lo pare. Un entretenimiento en estado puro inspirado, según cuenta el propio J. J. Abrams, en la imagen que ilustraba el poster original de 1997: Rescate en Nueva York. Y es que lo de la cabeza degollada de la Estatua de la Libertad no tiene desperdicio.